lunes, 19 de enero de 2009

dos de tilo.

...me hacía reír sentirme tan vivo y tan despierto al borde del epílogo.
Julio Cortázar, Reunión.



Sus ojos cansados miraron a su alrededor, miró la taza vaporosa e inmaculada delante de sí. Con una tranquilidad fingida, fingiendo incluso que había alguien a quien pudiera fingirle, tomó la cuchara pequeña y un par de hojas que estaban sobre la mesa.

- Ya está, dos de tilo y pasará -dijo, mirando a la taza como si esta fuera a tranquilizarse con la noticia. Luego, dándose cuenta de que la mentira no convencería ni siquiera a un objeto inerte, su mano se movió ágil y nerviosamente, tomando las hojas que quedaban y virtiéndolas en la taza.

- Cuando me vaya -le dijo- necesitaré mucho de ti. Cuando no esté necesitaré que aún cuando esté lejos, tu respiración le dé sentido a la mía. Cuando por fin pueda alejarme de ti.

Ya poco importaba quién de los dos se había ido, quién había abandonado a quién. Al terminar el día, lo que quedaba era que ella estaba sola, en esa casa tan grande donde sólo había tilo y el aire que a veces, mientras la visitaba, movia alguna cosa, o hacía algun ruido para quizás evitar ella se convenciera de que estaba sola en el mundo.

No siempre la soledad es triste. Ni el abandono -pensó levantándose de la silla. Llenó una vez más la taza y se dirigió al jardin en busca de más hojas. Aquel árbol era especial; nació junto a ella. Sus padres lo habían plantado ahí simbólicamente, para que la protegiese y acompañase mientras ella crecía. Eran ya veintidos años de compañía. Ahora había algo desolador en él.

Ella optó por no pensarlo más, no hubieron lágrimas cuando llegó el último día y no supo como ya había pasado un mes desde que se había arropado de lejanía e indiferencia. Sus sueños utópicos de pronto se acurrucaron en algún vericueto de su mente y ella, sin darse cuenta ni preocuparse, cada noche recurría a su único amigo y luego de tomar su té, cerraba sus ojos sin encontrar nada. Qué iba a encontrar si sus sueños estaban sellados, qué iba a soñar si sus ilusiones y su corazón se habían secado por inanición. Ella no lo notaba. Para ella era más sano mentirse a sí misma y a su taza blanca, todo era más fácil creyendo que la culpa la tenía alguna cosa no-poética.


En su reflejo notó las ojeras, sus ojos enrojecidos, su cuerpo escuálido. Acarició su rostro, su cuello. Dejó caer el cabello sobre sus hombros. Se dijo unas frases de consuelo que nadie cree y sonrió tratando de creerlas.
De nada servía un consuelo, era demasiado tarde para acariciar un montón de trizas en el suelo.