Los pasos agitados, el corazón latiendo desaforadamente, corriendo del miedo, con miedo dentro. No volverá a pasar, se dice una y otra vez mientras sus ojos tratan de sellarse a las lágrimas que brotan sin parar. Sus ojos se cierran sin tomar en cuenta que corre por un lugar desconocido, no importa tropezar, está claro que nadie corre detrás, no está corriendo por eso. La noche esconde su huída, esconde su rabia, su dolor.
Ya basta de mí, de ser yo quien arruine todo. No volveré a contar la historia de la vez en que mi vida se pudrió junto a otra, jurando que eso era lo que todos llamaban amor, ¡ya basta! Su monólogo entrecortado por jadeos va dejándose caer por el camino, ornamentando de palabras grises y crispadas las casas que presencian en el momento fugaz de su pasar. La vista está cada vez más borrosa, su cuerpo entero palpita, siente que su corazón ha crecido dentro de su cuerpo, siente que no es un palpitar, son patadas, son golpes. Su corazón está golpeando desde dentro.
Se sienta en un rincón. Estoy tiritando, me duele el pecho. Acá dentro ya no hay cordura, ya no hay razones, ya no hay un sentido, todo me está abandonando. En sus ojos cerrados no hay más que una imagen, la última imagen donde aquella persona quedó detrás de sus pasos. No, de nuevo no. No puedo seguir corriendo de esto, seguir hiriéndome, seguir siendo un montón de espinas con sentimientos dañados dentro. La pérdida vuelve a sus brazos, vestida de violeta. La reconoce de inmediato, le sonríe cansadamente. Lentamente, se acerca y muestra su rostro pálido poco antes de entrar en su pecho causándole una punzada fría y certera. Entonces, levantándose en seco, sus ojos se abren bruscamente. Y si también huyó, y si mi intento es en vano. No me importa.
Sus pasos buscan el camino que a tientas usó para huir de esa ausencia. Llega a la avenida donde ellos dejaron de ser lo que eran. Entre los árboles se dibuja una silueta lejana, su corazón da un vuelco y late, late cada vez más fuerte. Corre sin darse cuenta de que está corriendo, sin cansarse, sin sentir dolor en su cuerpo, el cansancio de su corazón. La silueta sigue alejándose, desapareciendo. Grita su nombre. Una vez, dos veces. Una tercera vez que es un aullido desgarrador que convoca a esa silueta, haciendo que aquella silueta remota se detenga. Sus piernas no han dejado de correr y de pronto ya está cerca, ya está sintiendo el calor de su pecho. “Ya pasó”, le dice tiernamente, y eso provoca una sonrisa de tranquilidad en sus labios trémulos. Su respiración agitada relata una vida corriendo de temores, y un momento de desesperación terrible anterior, cierra los ojos para enjugarse las lágrimas. “Mírame”, le dice y sus ojos se abren. Pero no logra ver nada, sin aliento aún, sollozando trata de explicarle. Le pregunta qué ocurre, la exasperación es horrible y su voz no logra articular una sola palabra. Se aferra a su pecho, tiritando más que nunca de miedo, escucha sus palabras cada vez más exaltadas, le gustaría poder explicarle, si tan sólo supiera qué está pasando.
No ve, no puede ver nada, ni decir nada. De pronto ya no oye, no siente su calor. Ni el suyo propio. Busca un latir dentro, pero es demasiado tarde como para darse cuenta de que su corazón explotó en miles de pedazos que cayeron sobre el piso poco antes de llegar a sus brazos. Tantos pedazos que nadie lo notaría jamás. Ni aquella persona que abraza su cuerpo sin respuesta alguna, que sacude su cuerpo sin cesar. Que dice su nombre en su oído, aquella persona no podrá notar el momento exacto en que el último pliegue de su cerebro desapareció. No entenderá nunca que murió de miedo, un miedo frío en su pecho causado por la pérdida violeta asfixiando su amor, un miedo que ni su presencia tardía pudo calmar.