Resulta que pasa esto, que yo tenía una amiga con la que jugaba en el patio de la vida a hacer historias verosímiles con mi vida. Resulta que me enamoré de mi amiga un día, secretamente, pero no le dije nada porque ella lo adivinaba en todas esas veces en que yo corría de mi vida que me dejaba siempre vacía de sentido hacia donde ella estaba para que me llenara de su belleza inconmensurable de las palabras que me definian y acurrucaban y que no se acababan nunca.
Era tan bella, tan cálida, y, a pesar de tener características amables, se parecía a mí en esos aspectos en los que uno busca concordancias.
La abrazaba, le contaba mi vida y ella la suya y siempre era fascinante saber de ella en las voces de otros caballeros y señoras y saber que ella hablaba de mí en las voces de esas personas y regocijarme con esa idea.
Pero hace poco su cara fue volviéndose distinta, ya no era mi reflejo esperado, ni lo que yo quisiera, ya no me consentía. Se vistió de un rojo oscuro y se puso de pie, dejando atrás su vestimenta blanca de amabilidad conmigo. Se alejó y me miró con ojos adultos, adiviné dentro de su mente mucho más de lo que alguna vez creí que habría. Entonces tomó entre sus manos mi rostro, y sus palabras susurraron que yo no sabía qué estaba haciendo. Me dijo si en realidad quería conocerla "de ese modo", robando a cada segundo en el que sus ojos me miraban un poco más de mi alma.
Y lloré de rabia y de pena, mirándola pensativa ante mi impotencia. Maduró junto con mi amor por ella. Y al darme cuenta de que mi amor había crecido, supe que ella ya no era la pequeña que amé.
Frente a mí tenía a una literatura adulta mirándome fijamente, desafíandome a olvidarla.