lunes, 28 de mayo de 2007

no, era miércoles veintitrés

Es una costumbre para mí conmemorar los días en que amanezco puteando.
Quizás sea porque son más ponderados en una adolescencia en la que los momentos cursis y alegres los considero entre el pudor y la impotencia de reconocerme sensible.
Puteo por el atado de levantarme más temprano, de tener que ir más temprano que la mierda donde me van a dejar esperando más que la ídem por un simple trámite de "extracción de terceros molares".
Salgo de la casa hecha un montón de tiritones, bañada por la niebla y la escarcha matutina y me subo al taxi de mi papá que me lleva a San Pablo con Neptuno, nada más ni nada menos. Ese sería el aporte de mi progenitor.
Como un zombi avanzo hacia el paradero transantiaguino donde la gente se desparrama hacia todas partes y se abalanza sobre cualquier cosa rodante y aludo a mis capacidades roedoras para encontrar alguna manera de entrar al lugar sacrosanto para tomar la micro. Casi nostálgicamente veo pasar una tras otra las micros que supuestamente me sirven y que no tomo por puro ahuevonamiento. Cuando al fin alcanzo a subirme a alguna micro vuelve el mismo sistema de siempre, de cada vez que tomo una micro en horas peak: la inmovilidad y el gil que se me para detrás en todo el sentido de la palabra. El gil que se aprovecha de las frenadas del simpático chofer para poder embestir mi adolescente humanidad con su dudosa anatomía eréctil. La misma idea de volverme monja, de tejerme un calzón con virutilla, de que hubiera una sierra eléctrica a mano. Pero a falta de todas esas cosas me quedo quietita por alguna costumbre escondida en algún vericueto absurdo de mis pliegues cerebrales de no mirar a ninguna otra parte que no sea el suelo, por eso no encaro al gil que se me para detrás ni con la mirada, asumo la estupidez propia de ser piola, de ser sumisa en la masa general. Y me siento como una suerte de David Copperfield cuando se metía a los cubos de vidrio, pero con menos presupuesto para comprar un cubo más grande y más cómodo, un cubo que me presiona y me obliga a fijar la mirada en el piso, un cubo donde eso que amenaza desafiante empalarme en el más mínimo descuido, es parte del ambiente...además que las amenazas siempre me producen un reflejo en la mirada que la atrae al piso, y para colmo siempre me paso de dónde me tengo que bajar cuando salgo en horas peak, por la misma costumbre y también un poco de flojera, me cansa el sólo pensar abrirme paso entre la gente que huele mal, te mira feo y te apuntala.
Cuando al fin llego al sitio de salud pública pienso en lo que hay que aguantar: dos filas tan largas como la muralla china (estimaba dos, pero fueron cuatro) y tres horas o más esperando a que aquella persona que se vuelve diosa al iluminarme con pronunciar mi nombre se haga presente. Me siento en una silla coja a esperar. Nada. Me llama la Noemí y por poco me emputezco porque no noté mayormente que se diera cuenta que me saqué las re-crestas haciendo el trabajo y más encima me pregunta con cierto dejo de alegato. "Me obligaron a venir al puto dentista" y que sí, que el trabajo lo tengo y que porfa hable con la profe, que lo llevaré más tarde. Y entonces pienso en el Eric, pienso en si habrá tenido el coraje para encarar a alguna amiga a falta de poder hablarme a mí, cosas así que no le reprocho porque yo tampoco doy el ejemplo y la idea de emputecerme se va alejando ante esta sutil invitación al sentimiento y a toda esa pantanosa parte de mí...por poco entro por esa puerta acorazonada hasta que me pego el palo. "Puta que soy débil", y llega, tarde pero llega, la sensación de acorralamiento que es más sana que la sensación de abnegación, de la búsqueda del altruismo que me tiene el corazón hecho una mierda. Y pienso "si no es un pololo que me tenga la voluntad para el hueveo suyo, son las amistades o la calentura" porque cuando una piensa se manda a guardar toda clase de eufemismos, como decir "la lujuria" o huevadas. Todas estas cosas y vuelvo a sentirme en el cubito Copperfiliano, todo eso y el "deber" y el "no cambies nunca", el susto del pópulo si la soma llega a actuar distinto y la posterior condena capital por actuar así se convierte en el agua que me asfixia en mi opresión y cuando estoy en plena sesión sicológica-auto-flagelante me suena el celular de nuevo: mi mamá. "Te venih altiro pa’ la casa, acuérdate que tenih que reposar". Chucha, ahí recién me ascurro que sangro caleta cuando me sacan las muelas y que mí interacción hablada después del trámite cirujano se va a limitar a balbuceos jugosamente carmines. Me importa una hue’a, si alguien me quiere escuchar me va a escuchar aún cuando se me salga por la boca todo lo que tengo dentro, aún cuando vea que esa persona esté vomitando del asco, me da lo mismo. Seré floja, seré charcha, seré fea, pero irresponsable...ni tanto.
"Génesis Reyes", escucho. "Gé-nesis Re-yes", dice cantadito la enfermera y una vez más la sensación de que ese nombre me suena incómodamente conocido. Me levanto y digo "aquí" mientras me voy sacando los pircin. Pase. Deje su mochila aquí y siéntese en allá. Ahí exploto en romanticismo al quedarme parada escuchando la voz del doctor, esa voz tan profe, esa voz que me recuerda el reciente portazo en la cara que me dieron verbalmente las letras que más pertenecen a esa voz...de paso también recuerdo anteriores portazos y me percato que la voz del doctor me duele, me causa un dolor hipotérmico en mis fibras sensibles y quiero que se calle, que no me diga más lo que tengo que hacer, me doy cuenta de que esa voz parecida a la que se me escurría por entre los pasillos del instituto, esa voz que buscaba en mi y he encontrado en las cuerdas vocales de un doctor me recuerda a mi desconsuelo mediocre, ese desconsuelo que me hacía buscar ese sonido en particular en el silencio escolar y sentir que el corazón se me volvía una piraña maligna y me mordía el pecho por dentro, esa sensación de tristeza cálida de la que me desprendía después de un rato para volver a ser la de siempre. Que esa voz es una molestia dolorosa, que se calle, por la cresta, que no me pregunte si estoy bien. Que no me pregunte esas cosas porque es más fuerte la analogía entre las voces cuando pienso que a ninguna de las dos les voy a poder responder lo que quiero. Que se calle, que me deje tranquila. La vez anterior fue un miedo vertiginoso y placentero, ahora era simplemente el cabreo de tener al profe en todas partes una vez más, las ganas de personificar completamente a mi utopía en el doctor y propinarle un escupo colorido con mi sangre y dejar escapar un poco los sentimientos tergiversados y retorcidos que tengo. Pero no, me abstengo. "El mismo procedimiento de antes, ¿te acuerdas?", me dice amablemente, "mh", digo afirmativa y me voy del hospital, despreciando el día, dándome cuenta como siempre que todos mis días se convierten en trampas mortales para mi corazón y pensando en que iba a conmemorarlo en mi blog.