Soy una cabra chica. Que quiere escribir novelas, pero no le resultan. Así que las vive. Se las inventa cada día. Cada día sufre por una dolencia nueva en su corazón imaginario de heroína inventada e imposible, que tiene una vida utópicamente deseable porque sufre, pero no se debe a nadie. Soy una cabra chica que escribe de noche y actúa de día. Que se alucinó con los personajes que no sentían, con ser robot, con ser inerte y fría, con la perfección entre comillas sentimentalmente hablando y esa perfección está en querer de la boca para afuera, decir sin sentir y olvidar sin remordimiento. Entonces mira a los demás a los ojos frívolamente como si no le importara, bosteza y dice “y ahora qué”, da media vuelta y se va haciendo sonar sus taco-aguja en el silencio de la noche. Pero hace falta un solo pestañeo para que el escote de su vestido le parezca indecente y su paso se vuelva torpe y recuerde que nunca aprendió a andar con tacos y el collar de perlas le quede grande y la haga tropezar y caer y comience a llorar porque no le resulta el papel de insensible y se le mancha la cara con el maquillaje negro que escurre y chorrea en sollozos frustrados. Esa heroína que siempre quiso ser puede que sea posible, pero como una segunda vida, que, como siempre en las sagas marvelianas; es inestable. Siempre está a punto de derribarse a punta de sentimentalismos. Y ese es el brillo de ser heroína, la posibilidad de dejar de serlo. De desaparecer para saber si a alguien le importa.
Siempre estoy por renunciar. Siempre quiero dejar la falsedad de ser y no estar, de estar. De la ausencia en el sin sentido de verme en el espejo como quise estar y que eso me haga mal. Que esté yo siempre detrás del vidrio herméticamente encerrada golpeando impotente y afligida para cuidar lo intocable que mi heroína, tal como yo concebí, viola y ultraja sin piedad. Eso que merece mi cuidado y mi terror es mi ave fénix, que renace de sus ruinas para volar alto; mi amor aporreado por el viento, el tiempo y la tristeza. Mi fuego entorpecido por el agua fría del razonamiento. Pero mi amor es un amor perseverantemente tonto, es un amor que se niega a todo tapándose los ojos que no están donde deberían, pero debe aparentar que tiene la capacidad de ver como para que aún sea válido entre los demás y cause algo más allá de una carcajada o una frase de lastimera compresión misericordiosa, porque se cegó hace algún tiempo, se sacó los ojos para no ver que se estaba quedando solo y ahora no le importa parecer tonto. Y me deja a mí buscando cariño tan desesperadamente que no me importa que me traten como la peor puta con tal de sentirme importante. No me importa disfrazarme y jugar a enamorarme por una media hora, amar por cinco minutos, dar mi vida en dos segundos. Y que en esa levedad me pueda sentir bien cuando vuelva a ser yo, recordando los instantes en que me sentí querida. Pero esta vez revivo esos instantes como la ilusa y cuando el vacío evidente de sentimiento llega, mi imaginación inconcebiblemente indigente se encarga de llenar de ternura inusitada, inasequible para mi persona todo lo que nada de eso tiene. Y no sé cómo salirme de la historieta. Porque mi heroína lo que menos tiene es un héroe con el que pueda tener un final feliz como yo espero mientras estoy aquí dentro de mi utopía romántica. Pero yo la creé así. Independiente. Como yo no puedo ser ni de ella ni de nadie.